domingo, 19 de julio de 2009

EL SONIDO DE LA MONTAÑA

Desde hace tiempo tenía ganas de hacer la ruta de la Calzada Romana de Cercedilla, estuve en febrero pero debido a la nieve que había y al calzado inadecuado que llevaba (¡a quién se le ocurre ir a la montaña en pleno invierno con playeras!) no pude hacer el recorrido. Esta mañana no sin antes disfrutar de un buen desayuno, sandía, porras y un cafetito con leche, he decidido coger el coche y lanzarme a la aventura. Y claro, yo muy lista de mí y dejándome llevar por mi intuición he cogido la A1 en lugar de la A6, vamos que al final he acabado en El Molar y he pensado…creo que por aquí no es. Y como no llevo copiloto, no he podido echarle la culpa a nadie. Y para qué están los planos, porque sólo en ese momento se me ha ocurrido mirarlo, creo recordar que tenía uno en el maletero, pienso. Y no hay mal que por bien no venga y me he hecho un recorrido por todos los pueblos acabados en Sierra, Guadalix de la Sierra, Miraflores de la Sierra, no sin antes contemplar el bello castillo de Manzanares el Real. Por fin, después de 154 kilómetros recorridos y cerca de dos horas en coche llego a mi destino, siendo las doce y media de la mañana y el Lorenzo apretando en mi cabeza.

Empiezo a caminar con la mochila colgada en los hombros y preparada para disfrutar del camino empedrado que desde el siglo I se encuentra en este bello paisaje. Pienso en mi madre, hija ten cuidado, llevo el móvil, una botella de agua y un bocata por si me entra hambre, espero que no haya violadores por estos parajes, sólo a estos se les iba a ocurrir hacer senderismo, me digo y sonrío. Las reglas del monte cambian de las de la ciudad, los caminantes te saludan como si te conocieran de toda la vida, sonríen los que bajan como anunciándote aún lo que queda por llegar. Escucho el sonido de un arroyo que queda a mi izquierda y la sombra de altos pinos me resguarda en algunos momentos del intenso sol que a estas horas está apretando, toco altas hierbas, arbustos y contemplo helechos, florecillas silvestres, zarzas con las que me engancho y respiro profundamente, como si al hacerlo pudiera llenar un depósito que pudiera abrir y recobrar el aroma en cualquier momento de mi ajetreada vida. Y me paro de vez en cuando intentando recobrar el aliento, las piedras planas del principio se van convirtiendo en pedruscos y la llanura que creía permanente se transforma en una elevada pendiente, y aún, me digo, sin poder ver la cima. Una hora y media de subida es lo que pone en un letrero, ya sólo me queda media de recorrido, pienso. Y se me vienen canciones de la infancia cuando iba a la montaña con el cole, y las voy cantando mientras ando y aún sola voy pensando en escribir este blog y así ser más consciente de todo lo que contemplo y experimento y poder comunicároslo, quizás así la soledad pese menos. Y se me cruzan mariposas, moscas y avispas que revolotean a mi alrededor, escucho el sonido de los pájaros que contemplo desde lejos y la brisa del viento refresca mi cara, colorada como un pimiento. Y sudo como un pollo, porque en femenino quedaría un poco vulgar, la camiseta pegada a mi espalda y mis pies, porque esta vez me volví a poner las dichosas playeras (¡es que las tengo un cariño!), empiezan a resentirse con cada predusco, que como cuchillos afilados se clavan en ellos. Y me desespero y porque no tengo acompañante sino como el burro de Shrek o mis hijos le machacaría continuamente preguntándole: “¿falta mucho?".

Por fin llego a la cima y para mi asombro veo a gente con bicis, y me doy cuenta de que había un camino alternativo sin piedras, un sendero plano y con tierra, seguro que bien mullida para mis pies, es que sólo a mí se me ocurre hacerme la valiente, pienso. La temperatura es más baja lo cual agradezco y veo caballos salvajes y algún que otro ganado vacuno, hasta hay un toro del cual me alejo. Reposo en la sombra de unas grandes piedras donde me consigo sentar. Me como el bocata que con gran esmero he realizado a primera hora de la mañana, pan del día recién horneado y con tomate, ajo y jamón serrano, recordando tierras catalanas que hace poco he abandonado. Aquí en lo alto es donde más se escucha el sonido de la montaña, el rugido del viento, intenso y prolongado y cómo no que me llega a emocionar, ya sabéis la facilidad que tengo para hacerlo. Porque sin duda la naturaleza me evoca una apertura a la trascendencia, al más allá o quizás el ver con otros ojos el más acá. Me doy cuenta de mi propia vulnerabilidad y limitada existencia, cuando yo muera aquí seguirán los altos pinos proporcionando sombra a los que quieran recorrer este camino hoy realizado por mí. Y quizás recordar esto me haga disfrutar más, porque he tenido la oportunidad de hoy saborear toda esta amalgama de sensaciones que por los cinco sentidos intento transmitiros.

Después de la experiencia casi religiosa vuelvo a mi ser terrenal al contemplar con sorpresa dos bellas criaturas, caballo y yegua he deducido por la acción con fin proceatorio y en breve tiempo transcurrida, creyendo que a la fémina poco placer el bello semental le ha transmitido, y acordándome de mi hijo pequeño que últimamente sólo me hace preguntas de contenido sexual, aquí querría yo verle y que pudiera satisfacer alguna de sus inquietudes más intelectuales. Me enfrasco de nuevo a la aventura de la bajada, quién ha dicho que descender por pedruscos sea fácil y para eso están las botas de montaña que tanto recomiendan y que yo me empeño en no comprar, para que los tobillos no sufran pues de pura chiripa no me hago un esguince. La bajada se me hace interminable, ¿pero cuando acaba este descenso?, pienso. Pero a la vez contemplo los más bellos paisajes, pueblos que se esconden entre sierras, montañas pobladas de altos árboles y un sabor agridulce es el que paladeo. Por fin llego a la ladera, agotada de tanto esfuerzo, pero que ha merecido la pena hacerlo. Y os dejo con una cita que habla de montañas: “Persigo la felicidad. Y la montaña responde a mi búsqueda” Chantal Maudit. Al menos hoy, ha sido así para mí.

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